Fata Morgana

Un cineasta emprende una búsqueda que lo lleva al desierto. Ahí, entre las dunas y el sol cegador, se encontrará con un niño y un zorro que le muestran algo que no sabía que estaba buscando.

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Por Adán Medellín

Pensó que necesitaba ir al vacío para encontrar lo que buscaba. Filmar la ausencia, el espacio entre los cuerpos y las cosas, el blanco, o negro, o transparente. Algo primordial, lejano del mundo que conocía. Todo eso lo pondría en una película. La visión de un extraño que llegara a la tierra y se topara con las imágenes desnudas de un planeta recién hallado, yermo.  

Juntó los ahorros de su último trabajo y tomó un vuelo al desierto con otro amigo que lo asistiría con la cámara. No tuvieron que guiarlo, apenas fuera de la terminal los anchos arenales habían llenado todo de una luz granulada, que fundía los contornos, y el aire era tan amplio que uno perdía el equilibrio y caía en él como en un túnel.  

Quedó impresionado por los efectos irreales de aquella inmensidad de polvo que dibujaba espejismos de ciudades y lagos. Subido en un jeep empezó a filmar dunas (que le recordaban cuerpos de mujeres), un hacinamiento de tumbas de roca (que le recordaba ciudades) y caravanas de camellos (que le recordaban personas).  

El folleto que les habían dado en el hotel hablaba de una zona de avistamientos en un sitio de caravanas y ermitaños. Fue una tarde a los alrededores de aquella ciudad ruinosa. Encontró un niño sosteniendo un zorro blanco. El muchacho vestía un manto y no parecía temer el contacto con extraños, aunque callaba mirando a la cámara, sosteniendo al animalito, que parecía de terciopelo. El cineasta y el niño se miraban fijamente, parecían retarse y seducirse, la cámara rodaba y atrás más niños pasaban y desaparecían del cuadro. El niño sólo interrumpía su rigidez para espantar alguna mosca que lo molestaba. De la muñeca le colgaba un reloj con correa de cuero, más propio de un piloto que de un chico. El zorro blanco también estaba quieto, los ojos fijos en la cámara, como si mirara desde sus propios lentes lejanos y profundos.  

Dejaron de grabar un momento y el hombre trató de acercarse al niño. Pensó que hablaría francés o inglés y probó con ambos idiomas. ¿Cómo conseguiste este zorro? ¿Y tu reloj?, le repitió, pero el niño no parecía comprender. Él también le decía palabras y gesticulaba, le mostraba al zorro blanco, le señalaba la ciudad polvosa.  

El hombre tuvo una intuición e hizo una seña al camarógrafo. Prendieron la cámara de nuevo y grabaron esos minutos de conversaciones incomprensibles donde se unían los gestos del niño, el fondo de la ciudad deslavada, los ojos grandes del zorro, mitad soberbios, mitad ausentes.  

¿Qué dice?, le preguntó el camarógrafo y él dijo no sé, pero no quiero traducirlo. Finalmente el niño lo jaló de un brazo y le señaló un punto. Creo que quiere que lo sigamos, dijo el cineasta, y su camarógrafo hizo caso. Cruzaron la ciudad con muros de arena y de roca, las viviendas vacías, la mirada esquiva de niñas cubiertas por mantos grises, y luego esperaron unos minutos en el umbral de una casa, mientras el niño expresaba cosas incomprensibles a una mujer que miró desconfiada a los hombres extraños y asintió titubeante.  

El niño dejó al zorro atado a la pata de una mesa, no sin antes susurrarle algunas sílabas. Debe decirle que se porte bien, bromeó el cineasta. Dejaron atrás la ciudad, toda ruinas y silencio, y volvieron a la inmensidad del desierto. El niño caminaba aprisa y volteaba de repente para comprobar la presencia de ellos. Los hombres sudaban y murmuraban también. No dejes de grabar, le dijo el cineasta a su amigo y la película mostraba los desniveles y la piel vibrante de una tolvanera que danzaba a lo lejos.  

Detrás de unas dunas que no podían diferenciar de tantas otras, llegaron a un llano. El niño señaló una figura. El cineasta siguió acercándose y diciendo: sigue filmando. Ahí yacía, inmóvil, un avión. El fuselaje estaba destrozado en varias partes, pero se distinguían los restos de la cabina y al otro lado las alas rotas, medio chamuscadas. Una de las hélices estaba arrumbada a unos pasos. Asomaban pedazos de objetos de metal, ya irreconocibles.  

Es un esqueleto, pensó el cineasta, y se lo dijo a la cámara. El avión estaba clavado en la arena y sus ventanillas eran ojos vacíos. La nariz polvorienta estaba inclinada contra las dunas, como haciendo una plegaria. Quizás habría caído en alguna de las Guerras Mundiales.  

Esto es hermoso, dijo el cineasta.  

Entonces el niño lo jaló del brazo y le hizo una seña para que mirara más allá, mientras él mismo retrocedía. El hombre alzó la vista al horizonte, sin comprender qué debía mirar, y entonces sintió que las piernas se le aflojaban. Detrás del avión, sembrados en el viento cálido, flotaban otra docena de aviones iguales, rotos y con la nariz inclinada. Una familia de aviones perdidos en el desierto, formados por el aire cálido y los efectos de la luz. Esqueletos quemados, fuselajes difusos, sin pasajeros, se proyectaban en el aire cálido, levitando seriada, pacíficamente.  

Estos aviones fantasmas son toda una película, un espejismo increíble, ¿lo ves?, estaba diciéndole al amigo cuando una ráfaga sorpresiva les golpeó la piel. Un eterno esplendor arenoso. El cineasta enmudeció cuando el rayo de luz los cegó desde el cielo y la cámara cayó de las manos del otro en un temblor de tierra. El niño sonrió. 

Adán Medellín (Ciudad de México, 1982). Escritor y periodista, es Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la UNAM. Ha sido ganador de dos Premios Bellas Artes de Literatura en las categorías de Cuento (2017) y Ensayo Literario José Revueltas (2019). Ganó el Premio Nacional de Relato Sergio Pitol en 2007 y el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo 2019. Ha publicado los libros de cuentos Vértigos (2010), Tiempos de Furia (2013), El canto circular (INBA/Instituto Literario de Veracruz, 2013) –ganador del Concurso Nacional de Cuento “Sueño de Asterión”– y Blues vagabundo (Lectorum/INBA, 2018-Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2017); además del ensayo El cielo trepanado (El Tapiz del Unicornio/INBAL, 2019-Premio Bellas Artes de Ensayo Literario José Revueltas 2019). Tradujo en conjunto el poemario Nierika. Cantos de visión de la Contramontaña (Conaculta/UNAM, 2013) de Serge Pey. Su libro Acéldama (Universidad Autónoma de Sinaloa, 2020) obtuvo el Premio Nacional de Novela Élmer Mendoza 2019. Formó parte de la redacción de Playboy México durante doce años; ahora imparte talleres de narrativa, colabora en distintas publicaciones y acaba de fundar Cafebrería Ítaca en un pueblo mágico tamaulipeco.  

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