Por Luis Ricardo Palma de Jesús
Siempre te he querido, aunque no te haya cuidado como lo hacen
otros padres, precisamente porque no sé fingir como ellos.
Franz Kafka
Para mi padre.
A los diecinueve años decidí adoptar un padre nuevo. Lo encontré en un local cerca de la plaza de la tecnología. Estaba dentro de una jaula gris, sentado con las piernas abrazadas y pegadas al pecho. No lo vi tan feliz. A diferencia de los demás hombres, éste se notaba más viejo. Unas ligeras canas adornaban su cabellera. «¿Por qué estará tan triste?», me pregunté. El hombre notó mi presencia y levantó su rostro. Al verme sus ojos brillaron y una sonrisa despertó en él. Me miró como si nunca en su vida hubiese visto a alguien. «¿Quieres que te lleve?», le pregunté. Y asintió con la alegría de un niño que recibe un regalo después de tanto tiempo. De inmediato le dije a un empleado que me llevaba la jaula y al momento de entregármelo me dio una lista de problemas de salud que tenía el hombre: diabetes e hipertensión. No recuerdo cuánto pagué; pero la insulina y las pastillas de Losartán las compré sin prórroga.
Cuando llegué a casa —después de comprar unas cosas que necesitaba en la facultad— dejé la jaula sobre la barra de la cocina y tomé un vaso de agua. El hombre ya se había levantado y sentí cómo su mirada me arañaba la espalda.
—¿Ya tienes hambre? —pregunté.
Con las manos apretando los barrotes asintió y dio unos pequeños brincos que daban señal de una alegría inconmensurable. No tenía idea de qué es lo que come un hombre a esa edad. Así que fui al refrigerador y encontré un par de manzanas. Le di un corte sinuoso y puse una rodaja justo al lado de la puerta metálica.
—Aún no sé en dónde pondré la jaula, pero te prometo encontrar un lugar agradable para que puedas sentir el aire fresco —dije.
—Muchas gracias, joven —dijo apenas con una voz de niño imberbe.
—¿Qué es lo que dijo? —pregunté desconcertado.
—Que le agradezco mucho toda la atención —volvió a repetir. Su voz era tan delgada que podría compararse con la seda de una araña.
Después de que se terminó la rodaja de manzana llevé la jaula hacia el patio de servicios. La colgué en un clavo que tenía justo al lado de la puerta del baño y ahí lo dejé toda la tarde. Antes de que llegara la noche le llevé otro pedazo de manzana y un poco de agua. Para que no pasara frío le dejé un pedazo de sábana que tenía reservada para una ocasión especial.
—Mañana iré a buscar lo necesario para que puedas vivir cómodamente —dije y me sonrió, como agradeciendo aquel gesto que, estoy seguro, en mucho tiempo nadie había tenido con él.
Al día siguiente salí de casa y fui a la facultad. Durante el fin de semana no hice tareas ni tampoco revisé los correos electrónicos que mis profesores me habían enviado. Nunca he puesto demasiada atención a los asuntos académicos. Desde que mi padre se fue de la casa y desde que mamá murió nada me ha interesado. Sólo he asistido por no decepcionar a mi abuela a quien ya le falta poco para estar entre los muertos. Su única voluntad es verme graduado de médico con todos los honores que un estudiante puede recibir.
Luego de soportar medio día de clases —y después de haber tolerado el mal genio de un profesor frustrado— pasé al mercado a comprar algunas cosas para el hombre de la jaula. Por un momento pensé en llevarle un poco de alpiste y una bolita de masa; pero él no era un pájaro como para alimentarlo de ese modo. Así que compré un kilo de manzanas rojas, otro de mango y una bolsa de plátano. El potasio le iba a servir para mantener sus sentidos despiertos en mi ausencia.
Cuando llegué a casa abrí la puerta principal y el hombre estaba balanceándose en el arillo de la jaula. Al cruzar el vano del patio de servicios me vio y rápido bajó del arillo. Con su mirada me decía lo feliz que se sentía de volver a verme.
—¿Ya tienes hambre de nuevo? —pregunté mientras sacaba las bolsas de fruta de mi mochila.
Entré en la cocina y puse una rodaja de manzana y la mitad de un plátano en un pequeño plato de porcelana. También le serví agua.
—Tengo muchas ganas de ir al baño —dijo con voz apresurada.
—Es cierto, lo olvidé por completo —respondí.
Así que con cuidado lo saqué de la jaula y lo dejé en una maceta para que hiciera sus necesidades.
—Quiero bañarme —dijo. No había reparado ante semejante petición—. Necesito bañarme y cambiarme de ropa porque ésta ya huele muy mal.
Antes de que se quitara la ropa fui al fregadero por una pequeña bandeja de agua y un pedazo de jabón. Lo dejé en la maceta y me metí a la cocina para prepararme algo de comer. Cuando terminé el hombre ya se había tapado hasta el pecho con la sábana de la noche anterior.
—Voy a salir a buscarte algo de ropa y a comprarte lo que necesitas para que vivas mejor, ¿entendiste?
—Lamento mucho causarte estos problemas —dijo.
Lo tomé entre mis manos y lo metí en la jaula.
—Te dejé esa fruta para que comas. Por favor, procura no dejar tan sucio.
Al salir de casa fui a la tienda en donde había comprado la jaula y ahí busqué, entre los pasillos, el lugar en donde estaban algunas camisas y pantalones de tela. También le compré un par de zapatos de charol y un pequeño Volkswagen azul para que no se aburriera mientras yo no estaba.
Cuando llegué a casa me llevé una sorpresa. Entré al patio de servicios y la jaula estaba abierta. El hombre había desaparecido. Lo busqué en el baño (pensé que posiblemente se hubiese ido por el inodoro o la alcantarilla); también entré en la cocina, en las dos habitaciones y en la sala. No fue sino hasta que lo busqué en la celosía. Ahí estaba, con un pedazo de carne entre sus manos. El hombre me miró asustado e intentó aventarse del quicio de la ventana; pero alcancé a tomarlo con las manos y lo sujeté sin que se le reventara ningún hueso.
—¿Te volviste loco? —pregunté.
El hombre me miró preocupado y agachó la cabeza en señal de arrepentimiento. Sin escuchar los vituperios inconexos que salían de su boca, lo regresé a la jaula y lo ajusté con un pequeño candado que tenía guardado en la cómoda. Le advertí con una señal que no estaba dispuesto a tolerarle semejante actitud ingrata; y que de volver a cometer el mismo error lo iba a devolver a la tienda. Sus ojos permanecieron callados. Se arrinconó en la jaula y se sentó, abrazando sus piernas. Antes de irme a mi habitación le dejé colgada la ropa en un gancho y puse el par de zapatos en el arillo.
Luego de haber pasado un mal momento me metí a dormir. Al día siguiente desperté más temprano que de costumbre y realicé mi rutina matinal: me cepillé los dientes y me bañé. Antes de entrar a la cocina fui al patio de servicios para ver la jaula. El hombre ya no estaba adentro. El candado que mantenía con seguridad la puerta colgaba de los barrotes, como una cabeza desguanzada. La ropa ya no estaba en el arillo. «No puede ser», dije un poco irritado. Cuando di la media vuelta el motor del pequeño Volkswagen azul arrancaba con furia y las llantas emitieron un chillido insoportable. Era el hombre quien lo estaba manejando. Lo perseguí por toda la casa. Tiró unas macetas que tenía en el suelo, derribó algunos palos de bambú que estaban en la sala y destrozó una colección de tazas de porcelana que había sobre un mueble. No podía creer que aquel hombre, en lugar de darme la paz que tanto buscaba desde que lo adquirí, me trajera sólo problemas. Así que cuando a toda velocidad se estampó en uno de los sillones de la sala, aproveché el momento para agarrarlo y someterlo. El Volkswagen azul quedó completamente destruido.
—¿Cómo es posible que hayas hecho todo esto? —dije.
Lo acerqué a mi oído para ver si respiraba y me di cuenta que tenía aliento a alcohol. La pierna izquierda sangraba porque los vidrios de una ventana cortaron la parte baja del fémur; el brazo derecho también estaba herido.
—Ni creas que te voy a llevar al hospital. ¿Cómo te atreviste a buscar entre mis cosas todo esto? El carro te lo iba a regalar en un momento especial y te importó poco. Y no te bastó eso. Te metiste en mi habitación a hurgar entre mis cosas. ¿Crees que no me iba a dar cuenta de que ibas a oler a alcohol?
El hombre parecía escuchar. La cara la tenía completamente lastimada y sus extremidades apenas se movían.
—¿Acaso no te dijo el médico que tenías prohibido el alcohol por la diabetes? Por eso seguías en la tienda sin que nadie te hiciera caso. ¿Quién estaba dispuesto a cuidar un viejo decrépito? Sólo a mí se me ocurrió traerte a casa sin haber tomado las medidas necesarias.
Con las manos temblorosas lo llevé a la jaula. El hombre no reaccionaba. Su respiración era lenta, pausada, como si llevara en la garganta un pequeño sapo agonizante. Entré en mi habitación, molesto por lo ocurrido, y saqué el bote de alcohol y un pedazo de algodón. Después traté de reanimarlo. El cuerpo del hombre poco a poco comenzó a responder; pero la pierna izquierda y el hombro derecho no dejaban de sangrar. Con todo esto que estaba pasando no había imaginado lo difícil que sería cuidar a un hombre como él, con todos los defectos que un hijo aborrece de un padre. ¿Acaso no era suficiente el abandono de mi padre biológico como para recibir el mismo trato de un hombre que ni siquiera sabía mi nombre? No lo iba a llevar al hospital ni por consideración. Así que unté más alcohol en el algodón y limpié todo su cuerpo. Después coloqué unas pequeñas gasas en las partes heridas; pero la sangre no paraba de salir.
Un par de horas después el hombre recobró la conciencia. Lo vi llorando, quejándose de dolor. Ya no podía sentarse en el arillo de la jaula ni tampoco podía permanecer acostado. Sosteniéndose de los barrotes, lo vi vomitar un poco. Cuando tosía sus ojos se desorbitaban y la voz que salía de su garganta se arrastraba como un pequeño lamento oxidado. No tuve la más mínima intención de llevarlo al hospital. Suficiente tenía con ponerle la insulina por las mañanas y por las noches, darle de comer a sus horas y comprarle lo necesario para que pudiera vivir. Apenas llevaba dos días en casa y ya había ocasionado un tifón apocalíptico que me estaba volviendo loco.
Cansado del ajetreo del día —y luego de haber pasado un momento inusitado— me metí en la habitación a leer un poco. No podía concentrarme. El llanto minúsculo del hombre y sus quejidos penetraban en lo más hondo de mi conciencia. Di vueltas en la cama: me puse la almohada en las orejas para no escuchar hasta que, después de varios intentos, quedé completamente dormido. Cuando desperté —aproximadamente a las siete de la mañana— el hombre estaba acostado, quejándose. La sangre no había dejado de emanar. Un hilo delgado chorreaba de la jaula y un par de moscas asechaban el olor a chuquía que ya se desprendía de su cuerpo. «Se está muriendo», pensé. Me acerqué para verlo de cerca y un tufo a alcohol alteró el movimiento de mi nariz. El hombre parecía murmurar algo. Traté de acercarme para escucharlo bien; pero no logré entender nada. Sin pensarlo dos veces lo saqué de la jaula y lo puse sobre un gran plato de porcelana. Le cambié la ropa (se había orinado y cagado) y le quité los zapatos que ya apestaban a orines. El pecho del hombre se levantaba como una bomba cansada y sus costillas emitían un leve gemido. Antes de hacer cualquier cosa fui corriendo a mi habitación y saqué el alcohol. Con un poco de algodón limpié la herida que no dejaba de sangrar; pero su cuerpo comenzó a retorcerse con desesperación. Lo tomé con cuidado para no lastimarlo. Su voz comenzaba a desvanecerse. Estaba seguro de que no podía dejar al hombre así.
Aunque la casa se estaba convirtiendo en un sanatorio no me atrevía a abandonarlo a su suerte. Sin dudarlo opté por sacar mis aparatos que he utilizado en las prácticas médicas de la facultad. Examiné cada una de sus partes y, antes de comenzar, le tomé la glucosa. «Tienes casi doscientos», dije. El hombre poco a poco perdía el conocimiento. Después vi que la pierna comenzaba a pudrirse. Un color negro se apoderaba de la piel y pus amarilla brotaba desde la profundidad del hueso. En ese momento comprendí que debía amputársela antes de que muriera. Luego de pensarlo lo anestesié y acomodé todo en el plato de porcelana para operarlo.
A los pocos minutos lo suturé. Tuve cuidado de no cometer errores. Después lo tomé con mis manos y lo acosté en la jaula. Puse la pequeña sábana bajo los barrotes. Cuando despertó —después de un largo sueño— dio un grito estrepitoso. Ya había terminado de comer cuando lo escuché. De inmediato salí de la cocina y me dirigí al patio de servicios. El hombre estaba desconcertado. Me miró como preguntándome qué era lo que le había pasado; pero las preguntas estaban de más. «Lamento mucho lo que te pasó, pero si no hacía eso ibas a morir», respondí. El hombre inclinó la cabeza. Alcancé a escuchar que murmuraba algunas palabras; y después de haberle puesto atención comprendí que él estaba arrepentido de todo lo que había hecho. Luego de haberle puesto la insulina, el hombre se durmió.
Sin embargo, los días siguientes fueron los más difíciles. No podía estar al pendiente de él. Tenía que ir a la facultad y realizar mis actividades de todos los días. A veces se me olvidaba ponerle la insulina o, por las prisas, no medía bien la cantidad de alimento o de agua. Hasta que llegó el momento en que del muñón le comenzaron a brotar pequeños gusarapos. Un olor ácido salía del trozo de hueso que le quedaba.
Ya me había desesperado. Nunca había faltado tanto a clases por culpa de un hombre.
Un día, harto de todo lo ocurrido, me cansé y salí de casa por dos días enteros. Tenía más o menos como dos semanas sin visitar la casa de la abuela. Ya extrañaba tomar café con ella y escuchar sus viejas historias de pueblo. Durante el tiempo que me ausenté se me olvidó por completo la existencia del hombre. ¿En qué momento se me ocurrió adoptarlo? ¿Para qué tener en casa a un hombre que nada más había ocasionado destrozos? ¿O acaso no era suficiente tener un padre perdido por ahí, sin algún rumbo, como para cuidar a un viejo canoso, que ya ni amor podía dar? Sin embargo, un domingo por la mañana regresé a casa.
Al entrar todo cambió. Cuando abrí la puerta un olor alteró mis entrañas. El lugar apestaba a insecticida; había un olor glacial que nunca había sentido. Al cerrar la puerta dejé mis cosas en el suelo. Con paso lento me dirigí al patio de servicios. Un silencio abrumador atronaba los huesos de la casa. Crucé el vano de la puerta. Ahí estaba la jaula, intacta, con los barrotes fríos y grises. El cuerpo del hombre apenas se movía. Un hilo de sangre brotaba y algunas moscas volaban sobre el muñón. «Está agonizando», pensé. Me acerqué para verlo a detalle. El traje azul que le compré yacía muerto, al lado del recipiente de agua. Sus manos parecían decirme algo. Acerqué más mi rostro y el olor se convirtió en un fragmento de mi pasado.
Escuché que me pedía perdón por todo el daño causado. No sabía cómo tomar aquellas palabras, pues en parte yo era responsable de su muerte. Sus ojos miraban hacia la nada. Cuando el hombre susurró la última frase un frío inundó la casa. Su cuerpo se contorsionaba en lentos espasmos y sus manos poco a poco dejaron de apretar los barrotes. La sombra de un silencio metálico parecía aferrarse a la jaula.
Al caer la tarde arropé al hombre con dos gasas. Embalsamé su cuerpo con alcanfor y lo sepulté en una maceta de geranios. El tiempo se hacía largo.
Llegó la noche y abrí la ventana. Adentro se respiraba una nostalgia que aún no logro comprender. Desde el abandono de mi padre y la muerte de mi madre no me había sentido tan solo. Con el hombre en la jaula las cosas no habían sido tan difíciles. Aunque fue poco el tiempo disfruté de su compañía. Pero ahora que no estaba los recuerdos llegaban a mí como la boca oscura de un difunto. Ya no tenía ganas de ir a la facultad ni de visitar a mi abuela, la única familia que me quedaba. Sólo quería permanecer encerrado en mi habitación.
Antes de dormir salí al patio de servicios. Eché un vistazo. Sólo el arillo estaba ahí, balanceándose una y otra vez. Regresé a mi habitación y apagué la lámpara.
Cuando desperté, una luz me golpeó el rostro y el canto de un pájaro entró por la celosía. Salí de mi habitación y corrí al patio de servicios. Ahí estaba la jaula, vacía, con el arillo estático y la puerta cerrada.
No había nadie más.
Cuento ganador del IV Premio Estatal de Cuento Corto Elena Garro. Se escribió gracias al apoyo del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Guerrero 2022
Luis Ricardo Palma de Jesús (Acapulco, 1990) estudió Literatura Hispanoamericana y una Maestría en Humanidades en la Universidad Autónoma de Guerrero. Su obra fue seleccionada en la antología A donde la luz llegue, del Encuentro Nacional de Escritores Jóvenes Jesús Gardea. Con El sueño que no era (Editorial Praxis) obtuvo el XVIII Premio Estatal de Cuento María Luisa Ocampo (2016) y con Jaulas vacías el IV Premio Estatal de Cuento Elena Garro (2022). En 2016 su libro de cuentos Las maneras de conjugar la muerte fue seleccionado por el Programa Editorial. Fue finalista del I Premio Internacional de Cuento Rafaela Cuevas Jiménez (2021). Becario en dos ocasiones del Programa de Estímulo a la Creación y Desarrollo Artístico de Guerrero (PECDAG, 2015 y 2022); del Programa Los signos en rotación dentro del Festival Cultural Interfaz (2017) y del PazAporte (2020), en Literatura.