Por Carlos Ruiz Santiago, publicado originalmente en la Revista Exocerebros
María se sentía sola, mas no lo estaba. María se sentía sola y por el dios que fuera deseaba que así fuese.
Si cerraba los ojos, aún podía volver su percepción un todo. Perdida en el vacío entre las estrellas, flotando en el líquido amniótico de obsidiana en el que se gestaban las estrellas. La oscuridad y el silencio, la paz del sagrado interior. María intentaba normalizar su respiración, ignorar los sudores fríos y las atroces contracciones. Todos resultaban ser poco más que piezas dentro del gran cuerpo del universo, orgánulos entre viscosa sangre negra de algo mucho mayor.
El Todo.
Él.
Abrir los ojos era condenarla a la compañía. El hedor del pesebre, peste a orines estancos y heces retozadas, la golpeaba casi al mismo tiempo que el brillo de las estrellas. Sobre un agujero en la paja del techo podía verlas brillar con un blanco impoluto. A lo lejos, casi podía intuirse la ciudad.
Las bestias de ojos vacíos la observaban con curiosidad a su alrededor. La respiración aumentaba de ritmo tras la falta momentánea de concentración. Un calambre sacudió a la mujer y esta apretó los dientes, el rostro enrojecido.
A su alrededor, se situaban decenas de figuras que pronto se amontonarían en cientos. Goteaban hacia el pesebre, como un torrente desbocado de una presa rota, ganaderos, pordioseros mugrientos, ciegos suplicantes, panaderos, carpinteros, lecheras, lavanderas… rostros bóvidos y confusos que acudían sin entender muy bien por qué a un evento cataclísmico, al principio del algo. Sencillamente algo los empujaba a estar allí presentes.
Separado del grupo, José rugía al cielo, ebrio y roto. La piel ajada y grisácea le destacaba los surcos profundos de un cuerpo sufrido. Maldecía lo que podía a aquello que se ocultaba en el cielo.
Otra contracción hizo arquearse del dolor a María. Sus ojos volvieron al cielo nocturno. Sobre su cabeza, una estrella parecía resplandecer de manera casi preternatural.
Casi tanto como aquel día.
***
Aquella noche, las luces despertaron a la muchacha.
Se levantó inquieta, con náuseas. Algo la empujó al calor de la noche como una mano emplumada. Deambuló, perdida y aturdida, siguiendo aquellas luces de un rojo brillante, de un azur imponente, de un fulgor imposible.
Nadie moraba en esas calles, nadie parecía movido por la irremediable atracción de aquellas luces.
Nadie la escuchaba murmurar. No, su canción era sólo para ella y eso era algo que sabía por instinto.
Acabó en lo alto de un monte cubierto de árboles secos. La hierba crujía con timidez bajo sus pies desnudos. En el cielo, una estrella brillaba más que ninguna otra. Más que el sol y el corazón del mundo.
La chica cayó de rodillas. La luz se acercó a ella y ella se acercó a la luz. La nada tocó sus extremidades. La joven abrió mucho los ojos, tratando de no llorar ante tanta belleza. Ambos se volvieron uno y todo fue resplandor.
Cuando María recuperó la visión, estaba en un lugar penumbroso cubierto de metal, de tubos largos y raíces negras, una sala llena de utensilios ignotos, de acero reluciente. Unos ojos enormes en una figura amorfa la observaban en un silencio pastoso.
—No tengas miedo —musitó la voz, en un tono angelical.
María hizo lo único que se le ocurrió hacer.
***
María gritó. El atroz dolor le arrancó la voz a latigazos. Agarraba la paja del pesebre con dedos ensortijados, con uñas rotas.
Los acólitos ahora entonaban cantos. No eran palabras, sino vibraciones de la propia garganta, sonidos guturales y acompasados que le recordaban a voces del espacio. José había caído al suelo, a lo lejos, y sollozaba entre la hierba seca.
La estrella brillaba.
María gritaba sin parar.
***
Los seres eran círculos concéntricos, anillos enlazados llenos de ojos, de alas emplumadas en dorados y escarlatas. Flotaban con suavidad, como si su carne no fuese más tangible que la luz que entra por las mañanas en los dormitorios.
La rozaron primero y la tocaron después. Extrañas fibras negruzcas se enrollaban alrededor de sus muñecas y el impedían huir. María se retorcía como si eso sirviese de algo.
—Tu propósito —decían las voces de los seres, presencias en aumento en aquella condenada sala—. Oh, tu gran propósito.
La chica pedía auxilio, pero nada más que aquellos seres podían escucharla en aquel lugar maldito.
Tironeó y las fibras le rajaron los brazos. Sangre hirviendo manchó la aséptica sala y la muchacha huyó como pudo.
Llegó hasta un ventanuco transparente que no pudo romper por mucho que lo golpeó. A través de él, todo lo que podía verse era negro salpicado de brillos. Algo azul y verde al fondo, flotando enorme en la negrura. Al fondo, el orbe ardiente que era el sol.
La chica no pudo sino quedarse congelada, la mandíbula casi desencajada a medida que la comprensión llegaba a su delicado cerebro. Las fibras la capturaron una vez más. Esta vez, también la agarraron de los tobillos. Separaron sus piernas mientras una de las criaturas flotaba hacia ella.
—Oh, bendita tú eres entre todas las mujeres —murmuraba mientras le introducía algo donde nadie más lo había hecho.
***
El mundo se rompía, se desgarraba. El interior del muslo de María se cubría de sangre. Nadie la acompañaba, nadie para darle la mano y calmarla. Las lágrimas ácidas le quemaban el rostro. Cerraba los ojos con fuerza para no seguir, para que no le ocurriese lo mismo cuando volvió a su casa a la mañana siguiente y rompió a llorar sin poder explicar nada.
Todo le quemaba.
Estaba sola.
Algo se partió con un chasquido sonoro y más sangre mezclada con algún tipo de líquido translúcido brotó de su entrepierna, encharcándolo todo. Los animales observaban con interés silencioso, con éxtasis bestial. Sus únicos amigos en aquella dura misión.
Empujó y, al final, un niño nació. Con unos brazos raquíticos y temblorosos recogió al neonato. Era rosado y ya tenía rizos en su cabecita. Parecía normal y un peso descendió, invisible, por el cuerpo de la madre.
—Al menos es normal —pensaba—. Al menos.
La estrella parpadeó y María miró al frente. Tres figuras la observaban justo delante de ella. No estaban allí hacía un parpadeo, pero la chica estaba demasiado agotada para siquiera pensar en ello, mucho menos incorporarse.
Los recién llegados, tres ancianos de distinto color de piel, vestían con ricos ropajes multicolores y portaban enormes coronas cubiertas de gemas. Sus ojos contenían pedacitos de cosmos.
El que aparentaba mayor edad se agachó junto a ella, alargando con lentitud una mano. María, por instinto, aferró al bebé con las pocas fuerzas que le quedaban. El hombre se detuvo y sonrió; se acercó y le susurró al oído:
—No te preocupes, niña, ese pequeño es tuyo y sólo tuyo. —Se acercó y le susurró al oído—Es el nuevo señor de vuestro mundo.
El hombre se levantó con los brazos en alto:
—¡Ha nacido el Mesías!
María, perpleja y sudorosa, bajó la cabeza y miro a su hijo. Este, que aún no había llorado en lo absoluto, le devolvió una mirada llena de dorados.
El Mesías.
El Señor del Mundo.
Las estrellas chisporrotearon en el cielo oscuro y la multitud cantó en coro celestial. Sólo María, con la mirada clavada en el recién nacido, se preguntó que había traído al mundo. Éste, en respuesta silenciosa, le sonrió. María tuvo un escalofrío, pero no lo dijo. En vez de ello, hizo lo único que se le ocurrió hacer.
Ponerle nombre.
Carlos Ruiz Santiago. Escritor, director y guionista. Con formación de realizador de audiovisuales y espectáculos por sus estudios en el IES Néstor Almendros, en Sevilla. Sus escritos se han publicado tanto de manera independiente como con editoriales, en el ámbito nacional e internacional. Tiene tres novelas: Salvación Condenada, Peregrinos de Kataik y Ceniza en las venas. He participado en numerosas antologías de relatos (Crann Bethadh, Devoradoras, Transfórmate o muere, …) y en revistas (La Cabina de Nemo, Ab Terra Flash Fiction, …) y diversas páginas web (Fabulantes, HorrorAddicts,…). También es redactor en la página web Dentro del Monolito.