Por Manuel José Hernández Bravo, publicado originalmente en la Revista Exocerebros
Deseaba, en cierta forma, que se cerraran las
nubes, porque una extraña aprensión por los
profundos vacíos celestes se habían deslizado
en mi alma.
H.P. Lovecraft, «El color que cayó del espacio»
Antes de ir a dormir, mi padre y yo salimos para comprobar el estado del caballo. Me sacó de la cama, arreándome porque mañana vendrían a mirarlo para que preñe a una yegua. Hacía frío, mi mente aún descansaba entre las cobijas; el animal estaba inquieto; tan sólo le dejamos comida, agua y cerramos el establo con llave, doble candado. Nos cercioramos… o eso creí.
Lo que pasó venía siendo uno más entre varios incidentes de la región. En la mañana, un poco después del alba, fuimos a abrir el establo, pero las cadenas y cerrojos estaban en el suelo empantanado. No hubo violencia, las puertas estaban abiertas. El semental había desaparecido y de las paredes se escurría un limo traslúcido.
Papá me pegó un coscorrón y me instó a seguirlo con unas linternas y cuerdas. Corrimos hacia la casa para decirle a mi mamá, quien se llevó las manos a la cabeza, agarró a Camilo por el brazo y los cuatro corrimos por el campo para buscar al animal. Bajamos hasta el arroyo, todavía oscuro por los árboles que se curvaban para formar un techo de hojas.
Estábamos solos, puesto que el arrullo del agua y el ocasional crujir de las ramas no podía contar como compañía. Camilo empezó a quejarse por el frío, así que mamá lo alzó y se arrebujaron en el chal que ella llevó sobre los hombros; caminamos junto a la ribera, iluminando, llamando al caballo. Mi papá tenía la teoría de que si estaba en algún lado, tenía que beber agua, y esa era la fuente más cercana, porque no lo veía subiendo al páramo. Eso fue lo que dijo.
Abatidos, seguimos caminando; a veces nos dividíamos mi madre, Camilo y yo, y mi papá solo; de esta forma nos internamos en el bosque, sin éxito. Estuvimos en eso hasta que el sol estaba en lo alto. Nos reunimos negando con la cabeza.
—Pues hagamos una última ronda —dijo mi mamá—. Y nos devolvemos, mire que ya hemos visto casi todo, y mejor bajamos al pueblo para decirle a la policía o no sé.
Mi padre estuvo conforme; hicimos nuestro mayor esfuerzo, a pesar del cansancio acumulado. Fue entonces cuando Camilo, quien se había dormido en los brazos de nuestra madre, se despertó haciendo un sonido chicloso. Que olía horrible, balbució con sus palabras de infante.
Caímos en cuenta de que sí, un aroma fétido, dulce y penetrante se había apoderado del ambiente. Mis padres se miraron sin decir nada. Salieron caminando, casi trotando, hacia el olor, que era en dirección a la finca.
Nos había sucedido. En ese instante lo pensé, porque, a pesar de que los adultos no nos hablaran de eso, uno podía escuchar; ese mal que le pasó a los primos de mi mamá, donde aparecieron muertas las gallinas, todas con el corazón detenido, sin alguna enfermedad, tan sólo unas laceraciones bajo las alas. De la misma forma, los perros de la parroquia amanecieron tiesos hace dos semanas, heridas en la ingle… bueno, ya me imaginaba al semental pudriéndose entre los matorrales.
Pero no lo era. Encontré a mi padre picando con la bota el torso hinchado de un venado. Mi mamá le cubrió la cara a Camilo con la manta para mitigar el hedor. Me acerqué despacio, la criatura estaba al pie del arroyo, sus ojos cubiertos por una capa blanca, la lengua estaba negra y a su alrededor volaban moscas. Me fijé que a través de la piel del vientre muchas cosas se movían reptando.
—Ay jueputa —dijo papá. Decidimos que ya era hora de volver.
Mis papás hablaron con los vecinos, quienes se ofrecieron para ayudar a buscar al caballo. A mí me dejaron con mi hermano y vimos cómo se alejaba la camioneta por el sendero de tierra. Quería ir, pero como era «un asunto de adultos» me hicieron quedar. Cogí a Camilo del bracito y lo metí a la casa. Cerré a cal y canto, según ordenes de mamá, porque cada vez se hacía más posible que el caballo hubiera sufrido el mismo destino de los otros animales del sector.
—¿Sabe que es lo peor? —escuché a mi padre decir por el teléfono antes de que salieran—. Que yo me mantuve despierto toda la noche, porque ya nos habían avisado que corríamos el riesgo, pero no sé que pasó, todo el tinto de Marisol no sirvió pa’un culo porque me desperté cuando salía el sol. Imagínese la angustia…
Yo estaba detrás de la puerta. Fingía interesarme por los carritos de Camilo, pero tenía la oreja bien pegada al marco.
—Pues la policía no parece tan interesada. Bueno, el venado les llamó la atención. Sí… Sí, es que por esta zona no los hay, así que no tienen idea de cómo llegó hasta acá. Pues si es una especie protegida ojalá nos paren más bolas, pero no creo. Ajá —parecía que la otra persona en la línea era mi tía Cleo, la persona con quién papá hablaba en busca de consuelo—. ¡Qué, qué! ¿O sea que a Ponce se le apareció muerto el Toro? Vea, ¿y si es que nos están haciendo brujería?
Y para protegernos de la bruja me hicieron encerrarnos con llave al entrar.
Nos quedamos Camilo y yo en la sala. Tenía en las piernas la radio portátil e intentaba sintonizar algo que no fuera estática. La señal parecía estar arruinada; mi hermano, en cambio, molestaba al gato de mamá, un bicho gordo de pelaje anaranjado, ojos verdes y maullido débil. Tan débil que, aunque se trataba de un macho, lo molestábamos con que sus ruidos eran de niña.
— ¡Ay! —gimió Camilo cuando el animal perdió la paciencia y lo mordió en la mano. El niño le dio una palmada y el gato salió corriendo.
— Quién lo manda… —dije, cacharreándole al instrumento. Por un momento pareció agarrar señal, escuché la voz de un hombre, lejana, y luego el cuarto volvió a sumirse en indiferencia.
Susurré algunas maldiciones. Una rabia que bullía pasito desde la madrugada, originalmente dirigida al trasnocho y a mi padre, creció con la inútil radio. Un temblor en las manos me hizo querer lanzarla al suelo.
—La radio no sirve, por los ángeles —dijo Camilo en cierto momento. Fruncí el ceño. Su mirada de cinco años tenía un destello que no me gustó—. Porque cuando ellos vienen se dañan y la luz tampoco funciona.
—Qué… Usted sí habla mierda, ¿no?
—¡No! —se puso de pie de una, me miró con decisión—. Yo le conté a Maris en el colegio y ella que es mayor le preguntó al cura y le dijo que son ángeles porque bajan a vernos.
—¿Y no se le ocurrió pensar que le dijeron mentiras?
—¡Pero yo lo vi!
—Usted no vio nada.
La cara de Camilo se puso roja y los ojos aguados. Apretó los puñitos e infló los cachetes.
—¡Yo sí lo vi! Yo lo vi y todo se pone con mucha luz, luego los cables hacen ruidos raros y no me pude mover de la cama. No me cree porque tiene miedo, pero eso pasó anoche después de que mi papá y usted llegaran.
—¡Ya cállese! —le grité, con una mezcla de enojo por tanta estupidez y alivio de encontrar algo en qué justificar mis emociones. Le pegué un empujón a Camilo, cayó de culo contra el suelo de piedra. Se paró, lloró mientras se sobaba las nalgas.
Agarré la radio y me fui para mi cuarto. En el pasillo vi al gato, arisco, y le metí una patada antes de encerrarme con llave.
Salí cuando escuché el camión llegar a lo lejos. El sol estaba cayendo, su luz roja iluminaba la ventana del final del pasillo, alterando las dimensiones del lugar. Todo se veía más alargado. El ruido de los insectos lo hizo aún más desolador. Algo me pesaba sobre los hombros. Dejé la radio en la mesa del teléfono. Camilo se había dormido, acurrucado en el sofá, chupándose el dedo. No lo miré mucho, sentía un débil arrebato de violencia hacia él, por lo que me fui hasta la puerta y la abrí justo cuando mi padre estaba bajándose. Mi mamá lloraba, cubriéndose la cara con un pañuelo, mientras un señor que no reconocía la consolaba palpándole el hombro. Todos hablaban bajo, y yo quise decir algo, pero papá se fue directo a la casa, empujándome con su hombro. Me quedé solo en el exterior; miré el vehículo, con el motor todavía encendido. Atrás, en la parte de la carga, algo como una carpa negra escondía lo que yo ya sospechaba. Fui hasta allá y solté una de las anillas que lo sellaban. Un aroma similar al del venado, pero más sutil, trepó al interior de mi nariz. Se iluminó el cadáver de nuestro caballo, cuya faz era como la de los que mueren mientras están dormidos, salvo por el detalle de que sus cuatro patas estaban rotas y el torso magullado. Las extremidades estaban retorcidas como una rama seca, con los huesos salidos del pelaje, ensangrentados; metí la cabeza debajo de la tela, con la fría humedad del cuerpo. En cierto modo, ya no era un caballo, mucho menos el nuestro, sino una bolsa de cuero.
Decidí volver a la casa.
Me escabullí para que no me vieran y así ahorrarme una muenda. Los adultos conversaban.
—¿Y qué tal que nos vengan a desalojar? ¿Qué tal que el caballo haya sido una advertencia?—escuché a mi madre preguntar—. ¡Mire como lo dejaron! Cómo si lo hubieran desbarrancado.
—Pero entonces piense que ya habría aparecido la guerrilla —dijo otro—. Porque a su caballo le hicieron lo mismo que a los otros animales, ¿no vio esos cortes? Y no nos ha pasado nada…
—No, ahora qué vamos a hacer…
—El daño está hecho. Descansen esta noche. Andemos todos pendientes, podemos ayudarnos, no estamos desamparados.
Llegó un momento en el que las voces se hicieron indistinguibles. Fui a mi dormitorio. Eso estaría bien, que descansáramos. Al día siguiente podríamos pensar que hacer, de qué forma arreglárnoslas ahora que no teníamos la plata que nos daba el semental.
Durante otro rato seguí jugando con la radio, hojeé algunos libros que pedí en la biblioteca ambulante y, finalmente, me dormí entre el desorden.
Un pitido me atravesó los oídos. Abrí los ojos de golpe. El dolor de la luz blanca en mis ojos hizo subir el vómito por mi garganta. Cuando traté de pararme no fui capaz. Mis brazos y piernas estaban como amarrados a la cama; como tenía la boca un poco entreabierta traté de hacer algún ruido, pero sólo salió un poco de aire mudo.
En ese momento las cortinas del cuarto se sacudieron con un ruido similar a un batir de alas. No pude mover mi cabeza, pero quise pensar que Camilo se había despertado… él ya estaba medio dormido cuando fui a la alcoba.
Si él dio señales de poder despertarse, no pude escucharlas.
Pensé que me estaba quedando sordo, porque el pitido fue disminuyendo hasta que no pude escuchar nada, salvo mi respiración débil. Mi principal preocupación era quedarme sin aire y dañarme la vista, por lo que cerré los ojos y conté para calmarme. Pensé que quizá podía comenzar tratando de mover la punta de los dedos: nada. Mi cuerpo se encontraba paralizado.
Escuché algo. Un chirrido afuera. Luego, unas uñas golpeando el cristal. La ventana se abrió, su sonido lento mientras dejaba entrar un ventarrón. ¿Y Camilo? ¿Por qué no decía nada? ¿Acaso él también tenía el cuerpo congelado?
Necesitaba decir su nombre, llamar su atención y, si compartíamos circunstancias, hacerle saber que no estaba solo. Un peso se acomodó en mi diafragma. Yo fui malo con él, me desquité con él, y con solo cinco años…
La luz no se iba. Pude escuchar unos pasos húmedos entre las dos camas.
Cuando recuperé el control sobre mi cuerpo pensé que fue una pesadilla horrible a causa de mi mente desordenada.
Pero el cuarto estaba helado. La ventana abierta y la cama de Camilo desordenada. Él no estaba. ¿Qué fue lo que sucedió durante la noche? Saqué la cabeza y miré el amanecer. En el marco goteaba algo, en donde puse las manos, una baba transparente que no olía a nada.
Corrí hasta el cuarto de mis padres. Los desperté a gritos. Ellos, confundidos, protestaron, mi padre me miró con ira, pero bajó el brazo que estaba levantando, su cara adquirió una expresión idiota.
—Camilo, se lo llevaron, no está, la ventana… —jadeé.
Aquello fue suficiente para despertarlos. Corrieron a la alcoba y mi padre lanzó un grito de horror. Cogió de la sala la escopeta y le gritó a mi madre que no me dejara solo.
— ¡No! Busquémoslo todos —lloré. Seguí a mi padre, que ya estaba adentrándose en la hierba alta con el arma apuntando a cualquier parte.
— ¡Devuélvanmelo! —gritó él. Un tiro ensordecedor al aire me sacudió todo el cuerpo—. ¡Si sólo es un niño! ¡Una criatura!
El frío de la madrugada me lastimó los brazos y las piernas. La vista del exterior me puso los pies sobre la tierra. Me invadió una sed intensa. En el baño descubrí que mi piel estaba casi gris y debajo de mis ojos, unas ojeras negrísimas.
No fui de mucha ayuda a la policía. Dijeron que me encontraba en estado de shock, puesto que mi testimonio no tenía sentido. Les recomendaron a mis padres unos cuidados que no quise escuchar, algo sobre una psicóloga que me ayudaría a darle cuerda a mis recuerdos.
Así que mi padre se fue con los policías para dar una declaración. Mi mamá y yo nos quedamos en la casa. No comí nada, sólo le daba muchas vueltas a lo de anoche, buscando un dato que pudiera ser tomado en serio y así poder dar con el paradero de mi hermano.
Mamá se quedó dormida a las siete y cuarto de la noche. No dijo nada, no lloró en mi presencia ni me echó la culpa, pero esa fortaleza la cansó muchísimo. Cayó exhausta sobre la mesa del comedor; mi padre aún no volvía del pueblo. Ninguno de los dos había reparado en que no sólo Camilo se fue, sino que el gato también, el tazón con la comida estaba intacto.
Le cogí una linterna a mi papá de su cuarto. Yo mismo me metería en el bosque para buscar a mi hermano, ojalá vivo. Salí, pues, y miré el cielo cundido de estrellas, con la luna casi negra en lo alto. Mi única compañía.
Resultó ser una actividad más bien ineficaz. No sabía que tan noche era, pero seguro mi padre ya estaba en la casa. Me estarían buscando, y me metería en un problema grandísimo. Además, salí en mi pijama, sólo con unas botas. Tenía frío, quería volver, pero, al tiempo, no podría hasta saber algo de Camilo.
Una leve llovizna cayó sobre mí. Atrás mío escuché un maullido lastimero entre los arbustos. ¿El gato? Sólo se había escapado, al menos no regresaría con las manos vacías. Me metí entre los matorrales para cogerlo, aunque me desgarré las mangas; avancé un poco más, sin ver nada, únicamente oyendo, cada vez más cerca, hasta un claro…
Me quedé quieto. Un frenazo al que le siguió un vacío en el estómago. Allá, a unos metros de mí, estaba un animal que nunca había visto.
Sus largas patas eran exactas a las del venado que encontramos junto al agua, subiendo el torso y el cráneo se convirtieron en los de un caballo. Sin embargo, la cola se parecía más a la de una vaca y de su cabeza surgían dos largos cuernos; el hocico era el de una gallina; pasé mi linterna por el cuerpo, la piel en algunos puntos era de un pelaje oscuro, pero en otros transparente, podía apreciar las costillas, en un tono rojizo, y los órganos palpitando.
Tardó un momento en darse cuenta de mi presencia. Eso parecía desorientado, como si lo hubieran puesto allí nomás. Cuando mi luz le cegó, volteó en mi dirección. Abrió el pico y de su garganta emergió un maullido delicado, luego dos, tres… Para empezar a caminar hacia mí.
Salté para atrás. La linterna se me resbaló de las manos y todo quedó sumido en la oscuridad, antes de poder sentirla con un pie. Una vez la recuperé, volví a iluminar a la bestia con la esperanza de cegarla y así facilitar mi huida.
Aunque en cierto punto se detuvo. No se me acercó tanto como pensé, así que en vez de invalidarla, lo que logré fue verla de frente y bien. Maulló de nuevo. Me miró, yo la miré.
Sus ojos eran humanos. Ay, Dios mío, ojos de persona, que me observaban, que trataban de decirme algo, porque sentí que me reconocieron.
Quise decir algo… preguntar, de nuevo, lo que no pude la noche anterior, pero me descubrí incapaz. No podía mover el cuerpo, ahora de pie, no en la cama, estaba paralizado; mis oídos no tardaron en sufrir ese horrendo pitido que me retumbó en el cerebro, no tardé en verme cegado por esa luz blanca de los ángeles nocturnos.
Manuel Josué Hernández Bravo, (M. J. Hernández) Escritor colombiano residente en Bogotá D.C., especializado en el género gótico y de terror. Nació el 8 de mayo de 2000, ha publicado dos relatos, Las casas inglesas y Mermaid in a manhole, en la editorial bogotana DamAndina. Influenciado por autores como Mariana Enríquez, Stephen King, Sheridan Le Fanu y H. P. Lovecraft, Hernández explora las profundidades del horror, con un particular interés en el body horror y las sensaciones desconcertantes. Además de su labor como escritor, Hernández se desempeña como editor y corrector de estilo independiente. Su amor por el cine de terror y de época se entrelaza con su pasión por la escritura, enriqueciendo su perspectiva creativa y nutriendo su habilidad para tejer narrativas inquietantes y visualmente evocadoras.